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¿Podría yo afirmar que gracias a Julio Cortázar he podido, más allá de mil dificultades, seguir siendo periodista?

Espontáneamente –que es casi siempre la mejor manera de decir la verdad aunque sea en estado “bruto”- yo diría que sí. Que es efectivamente gracias a tí, Cronopio nuestro que, desde hace largos veinte años, ya no estás en la tierra y que, de seguro, tampoco estás en el cielo. A menos que sea el de Rayuela. Pero que, de seguro, con esa fidelidad tan tuya, con tu silueta y tu calidez inconfundibles, estás y estarás siempre en todo lugar en el que algún cronopio esté necesitando re-encantar, a golpe de treguas y catalas, estos grises días de comienzos de un siglo que, pobre de él, no te conocerá.

En realidad, yo debiera responder la pregunta inicial con un categórico y orgulloso ¡sí! Pero me inhibe el no haber sido siempre ni el periodista ni la pluma que uno quisiera ser para estar a la altura de una tal paternidad. Cómo me gustaría que fuera cierto más a menudo aquello de que “la intención es lo que vale”. O aquello que cantaba Leo Ferré: ce que je fais c’est bien puisque je t’ aime. Me gusta ese poder casi redentor que pueden tener las intenciones, los deseos y el amor sobre los más tristes resultados. Lo importante, dicen a menudo los franceses cuando alguien no siempre lo hace de maravillas, es que ça part d’un bon sentiment! Si todo eso fuera cierto, si a las buenas intenciones -las mías incluídas- no terminaran a veces pavimentando el camino de algún infierno, no vacilaría en responder una y mil veces que sí. Sea como fuere, ¡muchas gracias Cronopio mayor! Por eso y por todo lo demás. Por todo aquello que, cada vez que se presenta la oportunidad, nos hace exclamar sin complejo alguno, ¡queremos tanto a Julio!

Sobre cuentos y cuentas

Hablando de intenciones y deseos, debo decir que en aquellos días del invierno europeo de 1980, deseos (de ejercer por fin mi oficio de periodista) era, profesionalmente hablando, casi lo único que tenía. Exiliado en Francia desde 1975, mi dominio imperfecto del francés no me permitía vivir de mi trabajo de periodista. Las “pegas” en español eran más bien escasas. Y estaban archiocupadas y con listas de espera a las que por lo demás yo ni siquiera había ingresado. Lo que me había obligado a hacer lo que miles han hecho y harán siempre en una tal situación: trabajar en lo que venga.

En mi caso, lo que primero vino fue una serie de camiones en los que, de comunicador, me convertí en conductor, en Chauffeur PL (chofer “peso pesado”), como decía el anuncio de France Soir en el que encontré mi primer empleo. Esa aventura duró unos tres años. Hasta que, un poco harto y en busca de “progreso”, aproveché un “ofertón” destinado a facilitar la inserción laboral de los refugiados sudamericanos. El generoso paquet-cadeau incluía un curso de francés y una formación de contador. Lo mejor de todo era que no sólo no pagábamos sino que además nos pagaban por estudiar. ¡Qué tiempos aquellos! Lo concreto es que, terminado el curso, me encontré en posesión de un muy oficial y respetable diploma de Comptable I. A falta de contar cuentos (periodísticos), sacaría cuentas (comerciales). Esperando la máquina de escribir, me vería las caras con la calculadora.

Los “ángeles” que ha menudo me han acompañado –a este loco más vale no dejarlo sólo, suelen comentar mis alados e invisibles guardaespaldas especializados en cronopios- deben haber metido las manos para que me fuera mal en la fábrica de herramientas y en el distribuidor de carnes para restaurantes a los que envié mis primeras candidaturas. Y, probablemente, también tuvieron más de alguna responsabilidad en la respuesta positiva del Cercle de la Librairie. Ubicado en pleno Barrio latino, a escasos metros de la estatua desde la que diariamente Dantón me recordaba lo vital que era tener “de l’audace, encore de l’audace, toujours de l’audace”, el Cercle es un organismo dependiente del sindicato de los editores franceses que, entre otras actividades consagradas a esa noble profesión, edita un semanario llamado Livres Hebdo. En él, libreros, bibliotecarios y otros profesionales del mundo del libro pueden enterarse de las novedades editoriales con una anticipación de ésas que dejan siempre atónitos a quienes, como yo, hemos improvisado eternamente nuestras existencias.


Eureka!

Diciembre de 1980. Estaba yo, entre dos telefonazos y una carta de cobranza a algún cliente que mis habilidades contables habían decretado “moroso”, hojeando como cada semana el último Livres Hebdo. Fue entonces cuando, en una pequeña columna de “Breves”, divisé tres líneas que anunciaban, la reedición próxima, en la colección Folio de las ediciones Gallimard, de Les Armes Secrètes, un recueil de nouvelles de l’écrivain argentin Julio Cortázar. Agregaba que, uno de los cuentos, era un homenaje a Charlie Parker. Leí una y otra vez las mezquinas 3 líneas con la sensación de que algo en ellas era para mí, sólo para mí.

A esas alturas, yo no recordaba muy bien qué cuentos formaban parte de Las Armas Secretas, un libro que yo había leído a fines de los años 60, en tiempos de la Universidad de Concepción y de mis estudios de periodismo. Sobre todo, había yo olvidado completamente que El Perseguidor, el famoso cuento que todos considerábamos como uno de los más conmovedores homenajes de Julio al jazz en general y a Charlie Parker en particular, no había sido publicado por vez primera en 1967, en el libro que por lo demás se llamaba... El Perseguidor y otros cuentos. Que las tres inesperadas líneas me recordaran que L’Homme à l’Affût (título francés del Perseguidor), hacía originalmente parte des Armes Secrètes (cuya primera edición francesa databa de…1973!) , me pareció ser “la señal” definitiva de que la pequeña notice bibliographique de Livres Hebdo había sido escrita para mí. Que sólo yo podía ver todo lo que había que ver en ellas. Que no les faltaba más que una fórmula ritual tipo à l’intention de Monsieur Olivares, como la que yo usaba para encabezar mis misivas de contador-cobrador.

Bueno es señalar que, por aquellos días, y como me ha sucedido más que a menudo en la vida, “algo de periodismo hacía” mientras trabajaba en otra cosa para ganarme la vida. Mi actividad periodística “francófona” se limitaba en todo caso a escribir, gratis, para una revista política llamada Urgent! Amérique Latine (una entrañable experiencia) y, pagado à la pige (free lance decimos en castellano), para Le Monde de la Musique, una publicación nacida del mariage periodístico entre Le Monde y el semanario de televisión Télérama. Escribía yo allí pequeñas crónicas sobre nouveautés discographiques latinoamericanas que aparecían en Francia. Que no eran muchas pero que igual existían. Lo suficiente como para las crónicas que hacía me ayudaran a mantener viva la llama del deseo y sobre todo de la esperanza de poder, algún día, consagrarme plenamente a escribir. En esa revista, un verdadero lujo en materia de periodismo “musical”, acababa yo de publicar una crónica del disco Trottoirs de Buenos Aires (Veredas de Buenos Aires), un disco de tangos escritos por el Cronopio. Edgardo Cantón, un compositor argentino residente en París, les había puesto música y el Tata (Juan) Cedrón, los había interpretado.

Animado por “la señal” decidí, sin pensarlo dos veces, llamar a Le Monde de la Musique y a las Ediciones Gallimard. Al primero para ofrecerle la entrevista y a Gallimard para decirle que Le Monde estaba interesado y que, s’il vous plaît, me pusieran en contacto con Cortázar.

Las crónicas musicales, aunque ocasionales, me habían creado una cierta cercanía con alguna gente de la revista y muy especialmente con Louis Dandrel, su apasionado y talentoso fundador y director. Músico especializado en design sonoro (ámbito que dirige actualmente en el Ircam), Louis fue, también, entre otras cosas, director de France Musique y fundador de Radio Classique. Tuve desde el comienzo la sensación de que lo de Cortázar le podía interesar. Y así fue. Incluso más allá de lo esperado. Louis conocía la obra de Julio y sabía de su afinidad con la música. Lo que en realidad le parecía extraordinario era que hubiera podido contactarlo y, más aún, que estuviera dispuesto a dar la entrevista. A esas alturas, en mi fuero interno yo, que andaba (para variar) en plena improvisación, también pensaba lo mismo. Pero, claro está, no me atreví a confesarle que aún no lo contactaba y que el milagro aún no se producía.

Pese a mi falta de práctica en materia de trato con las encargadas de prensa y otros similares franceses, llamar a las ediciones Gallimard fue mucho menos “cuesta arriba” de lo que me temía. Creo que me sirvió el que, después de todo, había pasado buena parte de mis últimos dos años llamando por teléfono a libreros, bibliotecarios y editores para pedirles algo mucho más desagradable que pedir una entrevista con Cortázar: que pagaran lo que debían. Además, volvieron a aparecer los angeles-cronopio que me pusieron en contacto con…Marie Ann Pini. Bajita, nerviosa y fumadora empedernida, era perfecta en su rol de responsable de todo lo que tuviera que ver con autores de “ficción”, Franceses o extranjeros. Monsieur Cortazár es uno de “mis autores” pero, mon cher monsieur, debo decirle que siempre rechaza las entrevistas. Es charmant pero nunca he logrado sentarlo frente a un periodista, me comentó la sonriente Marie Ann. Agregó luego que, par acquis de conscience, igual lo iba a llamar, igual le iba a decir quien era yo y qué quería…

Érase una vez un Cronopio y un cronopio...

No recuerdo ahora cuándo tardó en llamarme de vuelta. Pero sí recuerdo que empezó la conversación preguntándome si tenía dinero. Y ahora mismo, ¿tiene tiempo?, continúo sin esperar el par de Sí titubeantes y perplejos con que le respondí. Ella agregó entonces: yo en su lugar iría a comprar de inmediato un boleto de Lotería porque con la suerte que anda lo más probable es que se convierta en millonario.

Entre risas que mostraban lo orgullosa que la ponía su logro, me contó entonces, con énfasis bien franceses y detalles de “cuentos de mina” (como le llamaba un compañero de trabajo a lo contrario de los briefs y otros “resúmenes ejecutivos”), que le había explicado a Monsieur Cortazár que la entrevista sería sobre jazz y que de inmediato la conversación había cambiado de tono. Que luego le había dicho que se trataba de un journaliste chilien. A lo que Julio había respondido: Si c’est un Chilien c’est déjà un ami! (si es un chileno, es desde ya un amigo…).

Contrariando su reputación y sus más acendrados hábitos, el nuevo amigo chileno del Cronopio llegó con más de una hora de anticipación al barrio parisino de la Gare de l’Est en el que se encontraba la rue Martel. Allí, a dos pasos del New Morning, uno de los templos parisinos del jazz estaba el departamento de Julio y Carol, su compañera de la época. Formaba parte de un curioso edificio en que la mayoría de los departamentos se habían transformado en talleres de confección.

De eso fue lo primero que me habló ese día. De la cantidad de veces que había golpeado a su puerta un despachador, generalmente turco o pakistaní, cargado con dos tres “piezas” de tela para algún taller de confección del vecindario. Contaba la anécdota muerto de risa, como sólo los cronopios saben reír de lo inesperado. Mientras él reía, yo sentía una emoción indescriptible. “Como un niño frente a Dios” habría dicho la Violeta Parra. Él no era Dios, yo no era niño pero…

Como suele suceder, todo pasaba de manera completamente diferente a la proyectada-imaginada-soñada. Su sencillez, su afabilidad, su cercanía, eran completamente desarmantes. ¿Lograría recuperar la “naturalidad” y hacer lo que había venido a hacer: entrevistar, de la manera más inteligente posible a quien, sobre los temas previstos –música, escritura, jazz- considerábamos, y con razón, un verdadero maestro?

No sé si lo logré verdaderamente. El whisky que compartimos, el talento y claridad de sus explicaciones y la generosidad e indulgencia con que enfrentó mis más alambicadas y balbucientes preguntas, ayudó a que tuviéramos una conversación larga. Al cabo de la cual, llegó Josefina, mi esposa. Después de insistirle mucho para convencerla –la posibilidad de conocer a Julio fue más fuerte que su timidez- se había decidido a oficiar de fotógrafo armada tan sólo con la archibásica Zenith familiar. Inesperadamente, algunas de las fotos que hizo también fueron publicadas junto a las 4 páginas que ocupó la entrevista en la edición número 31 de Le Monde de la Musique bajo el título: Julio Cortázar: Écrire comme Parker, comme Mozart. Lo “inesperado” de la publicación de las fotos era que contrariando las mejores tradiciones del periodismo “serio”, no sólo aparecía ellas el entrevistado sino también su fascinado y embelesado entrevistador.

No quedamos plenamente satisfechos con lo que fue publicado. Generoso, él le echó la culpa al editor que, naturalmente, había intervenido abundantemente mi primera gran entrevista en francés. Una entrevista a la que siguieron otras que, un año después, me permitieron dejar la contabilidad y dedicarme por fin a mi oficio de periodista. Pero la Entrevista con el Cronopio fue, no sólo por ser la primera, la decisiva, la inolvidable.

Hablamos de todo eso, semanas después, cuando, como si no hubiere bastado con las horas que me dio para la entrevista, tuvo la generosidad de aceptar mi invitación, a compartir, junto con Carol, un concierto de Stan Getz. No voy a entrar por ahora en detalles (los cronopios tenemos a veces unos extraños accesos “posesivos”) sobre lo que fue la experiencia de compartir ese concierto del Getz en la Maison de Arts de Créteil. Menos aún los de la cena que compartimos con Julio y Carol, Josefina, Antonia y Diego, mi tribu familiar de aquellos días, en nuestro departamento de Alfortville. Un HLM de chilenos exilados que, durante algunas horas, fue una Casa Tomada por esa magia que sólo un cronopio, "el" Cronopio, era capaz de generar.

¿Cómo no te voy a querer?

Eduardo Olivares Palma
París. Febrero 2004