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De docencias, derechos y otras declaraciones

Domingo 10 de diciembre de 2000, por Cronopio


Tengo, según el indicador de la bateria del Vaio, algo así como 30 minutos para escribir este post. Una escritura que, por momentos, se hará a una velocidad superior a los doscientos kilometros por hora puesto que la hago en el TGV -tren rápido- que me lleva de vuelta de Lille a Paris. Lille, ciudad del norte francés a la que vine en cinco oportunidades a dar clases de...después te explico porque no es nada simple (como no!) a alumnos de un master de Relaciones Interculturales y Cooperación Internacional. Ergo, un curso en español para alumnos franceses. Como siempre, empezaré diciendo que fue una experiencia interesante aunque no plenamente satisfactoria por razones que no tengo ni ganas ni tiempo de desarrollar aquí.

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Lille, 15 minutos antes de embarcarme en el TGV de las 17:30hrs.

Porque en realidad, mi idea era hablar del evento del dia: el 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Aunque no tengo ninguna responsabilidad ni mérito en el asunto, me gusta la idea de que una tal declaración se haya firmado veinte dias antes de mi nacimiento. Me da la sensación de que cuando nací estaba fresquita, que todo el mundo vibraba con la idea que, de ahí p’alante, el mundo iba a funcionar a imagen y semejanza de la mentada Declaración. No voy a tener el mal gusto de ponerme a enumerar aquí las razones que prueban que, en una buena cantidad de cosas, estamos más o menos en las mismas que en illo tempore.

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A la izquierda: el francés René Cassin y Hernán Santa Cruz. Al extremo derecho, Eleanor Roosevelt (Photo ONU)

Preferiría más bien hablar de un señor que tuve la suerte de conocer. De alguien que participó en la redacción del documento de marras [1]: Hernán Santa Cruz, un chileno que primero conocí por los diarios y que, con el tiempo, llegó a ser mi tio politico. Politico en el sentido familiar y no... « político» de la expresión. Ello ocurrió al casarme yo con Josefina, hija de uno de los numerosos hermanos Santa Cruz Barceló.

Hay que decir que este señor era una suerte de institución. Incluso dentro de la familia donde, pese a su afectuosa sencillez, muchos lo miraban con un mezcla de respeto, de distancia y hasta de temor reverencial de esos que uno tiene con las estatuas pero no con los tios. Es cierto que Don Hernán o el Tio Hernán (en todo caso todo muy mayúsculo), tenia no pocos atributos de esos que pueden convertir a alguien en un ser imponente y a ratos intimidante. Hacía parte de los notables de un Chile en que para ser notable no bastaba con un par de siliconadas pechugas o un flamante diploma de nuevo rico. Muchos chilenos no lo conocieron porque buena parte de su actividad tenía lugar en “el extranjero”, esa parte del mundo que para muchos estaba y sigue estando -pese a lo globalizados que estamos o decimos estar- muy pero muy lejos de sus preocupaciones e intereses.

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En los años ’50, Hernán Santa Cruz entre Eduardo Frei y Salvador Allende

Políticamente, Hernán Santa Cruz hizo parte de ese Chile entre centro izquierda y centro derecha que, salvo algunos “exabruptos”, dominó largos años de la política nacional. Así fue como colaboró tanto con Gabriel González Videla (que mientras se firmaba la Declaración [2] perseguía a los comunistas a punta de Ley Maldita) como con su gran amigo Salvador Allende, al que acompañó lealmente durante la Unidad Popular. En tiempos de Pinochet contribuyó activamente desde lo suyo -el mundo de las organizaciones internacionales- al aislamiento internacional de la dictadura.

Si me acuerdo de él hoy dia no es solo porque fue una persona acogedora, generosa y cálida que nos facilitó no pocas cosas en los primeros años de nuestro exilio en Francia sino también porque en estos tiempos de « recuento » no puedo menos que apreciar el haber podido tener encuentros cercanos con tipos (y tipas) notables como éste. No tengo nada contra los libros pero siempre he tenido la sensación de haber aprendido mas en contacto con otros personas, mirando y escuchando a otras personas, que en los libros. En ese sentido, siempre me he considerado una suerte de “audiodidacta”.

El periodismo, la curiosidad, la vida gitana y quien sabe qué otras misteriosas razones me han dado no pocas oportunidades de seguir hasta hoy topándome con gentes que, gracias a una especie de bluetooth existencial, te transmiten mucho más que conocimientos: una suerte de enriquecimiento absolutamente lícito y nececsario que nunca es tarde para reconocer, agradecer y compartir.

P.S. Créaslo o no, archivé el borrador de este documento y el computador se apagó.

Notas

[1] Junto a Eleanor Roosevelt (Estados Unidos), René Cassin (Francia), Charles Malik (El Libano), Peng Chun (China), Alexandre Bogomolov/Alexei Pavlov (URSS), Lord Dukeston/Geoffrey Wilson (Reino Unido), William Hodgson (Australia) et John Humphrey (Canadá).

[2] “Percibí con claridad que estaba participando en un evento histórico verdaderamente significativo, donde se había alcanzado un consenso con respecto al valor supremo de la persona humana, un valor que no se originó en la decisión de un poder temporal, sino en el hecho mismo de existir – lo que dio origen al derecho inalienable de vivir sin privaciones ni opresión, y a desarrollar completamente la propia personalidad. En el Gran Salón... había una atmósfera de solidaridad y hermandad genuinas entre hombres y mujeres de todas las latitudes, la cual no he vuelto a ver en ningún escenario internacional.” escribía Hernán Santa Cruz en esos mismos días.


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